El libro El Cáliz de Letras - Historia del vino en la literatura es una obra viva y hermosa de Miguel Ángel Muro Munilla; rico en contenido e imágenes, con erudición y amenidad, nos muestra un amplio panorama de autores y obras que tomaron el vino como elemento de sus reflexiones y arte. Hojeándola, nos encontramos con la breve pero incisiva referencia que hace el autor a la destacada escritora contemporánea Marguerite Yourcenar (1903-1987), refiriéndose a su elogiado y difundido por el mundo, Memorias de Adriano.
Miguel Ángel Munilla dice que el texto de l’autora francesa refleja bien las costumbres romanas en la mesa, ya que la buena documentación empleada para la sólida y atractiva reconstrucción del pensamiento, la vida y la época del estoico emperador hispánico da paso a páginas como las que se reproducen a continuación, en el que Adriano deplora el cambio de sus conciudadanos, que pasan — muy influidos por el descubrimiento de la cocina asiática — de la frugalidad y sobriedad de los platos a las excesivas complicaciones.
Nostálgico del comportamiento griego, Adriano se expresa de esta manera a través de la pluma de Marguerite:
“Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Atracarse los dias de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegria y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberian ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastio que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por dia, y cuya finalidad es alimentar la vida merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que esse amasijo pesado y grosero pudiera transformar-se en sangre, en calor, acaso en valentia. Ah! Por qué mi espíritu, aun en sus mejores dias, solo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?
En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígines relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos. Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un discípulo de Apício está orgulloso de la sucessión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes, vaya y pase, todavia, si cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado, en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas. Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y en el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad.
El pobre Lucio se divertia antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennegrecidos aqui y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces.
En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecian contener, en la forma más resumida posible, una essencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá, a los salvages orígenes de las razas. El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodia, a pleno sol, o bien absorbida una noche de inverno, en un estado de fadiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontrarla al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me inpacienta. Más piedosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad. No importa: en la agonía, mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca insipidez sobre mis labios.”
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